El documental y la ficción han definido, a partir de un determinado momento, los dos campos principales de actuación del cine. Esta distinción estableció o dio por supuesta una precisa delimitación de fronteras entre ambos géneros, en función de unos rasgos que los historiadores se aplicaron a dibujar. Ahora bien: ¿esos rasgos estaban de verdad tan claramente diferenciados como nos pretendieron hacer creer? Aunque detectables algunos de ellos en la superficie de la imagen, en una dimensión más esencial ¿no obedecerían, sobre todo, a una doble naturaleza del cine, la que procede de su acta de nacimiento como sistema de escritura y, a la vez, como espectáculo público? Son preguntas que el paso del tiempo no ha logrado del todo responder.
Cuando uno se entrega a la lectura de los textos clásicos de la Historia del Cine, se tiene con frecuencia la impresión de que la mayoría de sus autores, impulsados por un afán de sistematización, obraron como portadores de una visión total, sin fisuras, acerca de aquello que el documental y la ficción entrañaban. Para entonces, mediados los años 30 del siglo pasado, desarmadas ya casi todas las vanguardias, con la sentencia de Louis Lumière (“El cine es una invención sin porvenir.”) flotando en el aire, y la ficción codificada hasta límites extraordinarios por la industria de Hollywood, eran ya muy pocos los teóricos que se hacían nuevas preguntas acerca de la esencia de este lenguaje hijo de la era técnica, surgido a finales del siglo XIX. Tuvo que estallar la Segunda Guerra Mundial, con sus devastadores efectos, para que el cine se hiciera definitivamente adulto, planteándose por vez primera algunas cuestiones fundamentales.
De este impulso renovador surgió el Cine Moderno, que si por algo se caracterizó fue por establecer una nueva y sustantiva relación entre el documental y la ficción, liberándose así de muchos de los artificios literarios y teatrales acumulados desde la adopción del sonoro. Bastaría, a propósito de este hecho, recordar, como ejemplos significativos, el fenómeno del Neorrealismo italiano -con Roberto Rossellini a la cabeza-, además de la obra de directores tan importantes como Jean Renoir, Robert Bresson y Orson Welles, adelantados todos ellos de una visión del cine que influiría de manera decisiva en los principales creadores de la Nouvelle Vague, al comienzo de los años 1960. No es extraño, por tanto, que a partir de esas cruciales experiencias -a las que cabe sumar las aportaciones de teóricos como André Bazin- se haya hablado de una fructífera contaminación entre el documental y la ficción que, de un modo u otro, subsistiría hasta nuestros días.
Se trate de contaminación o no, la realidad es que ambos géneros han circulado cogidos de la mano desde el nacimiento del Cinematógrafo, y que su relación se percibe incluso en la obra de un cineasta fundador como Robert Flaherty desde su primera película, “Nanook, el esquimal” (1920-1922). Es cierto que suponen dos maneras o estilos diferentes de la acción de impresionar imágenes con una cámara, pero también lo es que sus procedimientos técnicos (encuadre, filmación, montaje y sonorización) son, en líneas generales, los mismos. Y las diferencias tienden a desvanecerse si pensamos -como es mi caso- que, más allá de las apariencias, es la mirada del cineasta la que crea siempre, en cualquier caso, la ficción.
Apoyándose en una selección de películas y autores, este curso pretende llevar a cabo la búsqueda de la ficción en el interior del documental y viceversa: el rasgo documental que las obras ficción han ofrecido y pueden ofrecer. ¿Con qué objeto? El de transmitir los caracteres de una experiencia primordial del cine y, simultáneamente, alertar sobre la difícil encrucijada en la que hoy se encuentra. De un lado, porque la producción dominante a escala planetaria, que tiene su base en Hollywood, ha iniciado una mutación espectacular, adoptando cada vez más las formas de la imagen virtual; de otro, porque el lenguaje cinematográfico, sometido a los condicionamientos de una profunda transformación técnica, ha dejado de ser algo en sí mismo, como lo fue durante muchos años, para convertirse en un apéndice de lo que se ha dado en llamar el Audiovisual. En esta situación no es exagerado afirmar que la mirada documental -aplicada o no a una ficción explícita-, renovando la necesidad de observar las cosas mientras se filma, hace que el cine se mantenga en contacto con el mundo.
Leave a comment