La cineasta francesa Vanessa Rousselot modela sus películas con paciencia, durante años, esperando, escogiendo un enfoque, perfeccionando su conocimiento del tema, su acceso a personas que devienen personajes inolvidables. Bromas aparte (Blagues à part) es su primer documental. Para realizarlo, Vanessa ha viajado a Palestina doce veces desde 2005, y ha vivido y estudiado un año entre Belén y Jerusalén. Antes había estudiado Historia del Mundo Árabe Contemporáneo en la Sorbona, y árabe clásico en la Universidad de Idiomas Orientales (INALCO), para luego formarse en la realización documental en los Ateliers Varan, todo ello en París. Blagues à part es una primera piedra que avanza ya la trayectoria por venir: su serie Drawing the Revolution, sobre caricaturistas árabes; su película Pioneras, sobre mujeres libias candidatas en las primeras elecciones democráticas que han tenido lugar en Libia en cuarenta y dos años; y también su proyecto en curso, En una casa, sobre mujeres latinoamericanas que trabajan como internas en casas de españoles.
Con Blagues à part, Vanessa llega a Cisjordania para hablar de resistencia y vida dentro del sufrimiento de la ocupación, pero sabe, como todos los demás extranjeros que llegan al corazón del volcán geopolítico más activo del planeta, que sus habitantes no pueden hablar sin más sobre lo que les ocurre. Las circunstancias no son normales, la vida cotidiana está distorsionada: sufren privaciones, humillaciones arbitrarias, el robo progresivo de su tierra, pedazo a pedazo, colonia a colonia, bombardeo tras bombardeo. Es imposible hablar con normalidad en Israel y Palestina sobre el conflicto israelí-palestino. Y sin embargo es la herida central del mundo contemporáneo, la brecha principal de la que hay que hablar. Decidida a hacerlo, Rousselot inventa un dispositivo narrativo oblicuo, insólito: cámara en mano, no hará preguntas sobre la ocupación, sino sobre los chistes que los palestinos se cuentan entre sí. Añade al árabe el estudio del hebreo, reúne financiación durante años –incluida una gran campaña de crowdfunding–, realiza operaciones de enorme paciencia para la circulación y salida del país de las cintas grabadas. Y funciona.
Tras un inicio descorazonador –»aquí no hay chistes; sólo hay destrucción y mártires; el día que acabe la ocupación te contaré un millón de chistes, no sólo uno»–, y siguiendo los consejos de una profesora cómplice, los palestinos pronto se entregan gozosos a la sonrisa permanente de la cineasta, a su forma de preguntar, y le regalan toda una colección de chistes propios y ajenos. Y entonces el dispositivo, descubrimos, resulta milagroso: aparece el humor en medio de la opresión, de la destrucción, de lo insoportable. Los palestinos recuperan en un instante la humanidad que Israel les niega sistemáticamente, aplicando de forma calculada y feroz la política sufrida por ellos mismos hace medio siglo, la de animalizar al enemigo para dominarlo y eliminarlo progresivamente, para arrebatárselo todo. Por un lado, esta perspectiva les permite hablar con entera libertad, desde lo más profundo de sí mismos, como individuos y como comunidad; por otro, anula la estrategia israelí de despersonalización, de tratarlos como ganado en checkpoints enrejados, donde llegan a pasar cuatro horas de espera diaria. El enfoque de Vanessa se revela como un verdadero caballo de Troya que permite atravesar el muro físico y la muralla conceptual de incomunicación entre un lado y otro del muro. El humor es también un recurso diplomático, una estrategia de acercamiento, una herramienta de re-humanización del nombrado como enemigo, como bárbaro, fanático, terrorista.
El descenso de Vanessa por los fragmentos de lo que queda de Palestina, entre la tierra bíblica y los interminables check-points, purgatorios armados, está hilado por el encuentro con personajes complejos, únicos, casi de ficción: una entrañable profesora de árabe que por momentos habla como un oráculo –»Río, luego existo. Cuando ríes, demuestras que estás ahí»–; un anciano coleccionista de chistes palestinos, que tiene reunidos en cajas unos dos mil chistes desde la primera Intifada; un sacerdote de identidad incómoda, atrapado entre restricciones políticas, ideológicas, urbanas y hasta de circulación: cristiano, árabe y católico, en una tierra de musulmanes, custodiada por judíos.
El viaje de Vanessa Rousselot, premiado con la Estrella de la SCAM 2011, otorgada por la sociedad francesa de autores, y con el Premio del público en el Escales documentaires de la Rochelle, entre otros, es un viaje hacia nuestra propia identidad humana, la que rebasa sin esfuerzo, con insultante facilidad, todo abuso, toda brutalidad. Un viaje que lleva a un descubrimiento, a una restitución, a una auto-representación íntima por parte de un país al que todo se le niega. Un viaje que es un instrumento para el debate y la reconciliación, situado enfrente de un muro físico y otro conceptual, destinado al público de ambos lados del muro, y también al de fuera. Los chistes como resistencia, como insolencia, como signos de vida, e incluso como metáfora de cartografía gastronómica; los chistes como último resquicio de la humanidad indestructible de una comunidad.
Guillermo G. Peydró
31 de Diciembre de 2014
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