Para nuestra sesión de junio en Cineteca, desde DOCMA presentamos un programa de cine sobre arte dedicado al cineasta José Luis Guerin. Cuatro piezas derivadas de tres proyectos, tres encargos reapropiados desde la exigencia de libertad de un autor para quien cada película es un experimento único, irrepetible, sin garantía de éxito, que inventa su propio molde cada vez de acuerdo a sus materiales de partida, siempre diversos.
Las cuatro piezas se organizan como viajes físicos y narrativos (a Barcelona y Lisboa, a Corinto, a La Rochelle pasando por Santo Domingo), donde una presencia tutelar (Plinio el Viejo, o un pintor poco dotado del siglo XVIII) abre para el viajero posibilidades de exploración. El cineasta, en presente, dialoga con aquellos que miraron en el pasado, que imaginaron, que recogieron tradiciones o acontecimientos, y usa sus imágenes como llaves que abren el juego ensayístico de pensamientos conectados. Cine y pintura, duelo y testimonio, memoria e imagen; también arte y naturaleza, una conexión que trasciende fronteras y tiempos, y que forma una trama sinuosa entre Francisco de Asís, Rousseau, Thoreau o Wordsworth, escribe Guerin en el catálogo publicado sobre La dama de Corinto.
Tres de las piezas son cartas audiovisuales. Las dos primeras fueron concebidas como parte de la exposición La dama de Corinto. Un esbozo cinematográfico, que Guerin presentó en el Museo Esteban Vicente de Segovia entre el 15 de diciembre de 2010 y el 28 de agosto de 2011, y que imaginaba diálogos posibles entre la pintura y el cine. Diálogos de espacios, tiempos, técnicas y mitos fundacionales a partir de los escritos de Plinio el Viejo en su Historia Natural. Para esta exposición, Guerin imaginó tres espacios, siguiendo las características del Museo segoviano: en primer lugar, las dos cartas que proyectamos, que ponen en marcha la formulación conceptual del proyecto, y que se veían en una gran pantalla instalada en la capilla del antiguo palacio de Enrique IV (el cine como religión, como revelación); otra de las salas reproducía el aspecto de una sala de exposiciones de pintura, con algún quiebro intercalado de proyecciones contra esquinas, donde cada cuadro era un monitor que contenía, en mise-en-abyme, un cuadro y un espectador observándolo; el tercer espacio, en fin, quebraba definitivamente la regularidad de la pantalla cinematográfica y el monitor proyectando sobre esquinas o caballetes, y aludiendo a los dispositivos pre-cinematográficos. Una extraordinaria apuesta de reinvención del espacio museístico para contenido audiovisual por parte de un cineasta, que como subraya la directora del Museo en el libro que editaron para la ocasión, es algo sutilmente distinto de las propuestas de video-artistas en el espacio museístico. Al igual que los proyectos de Marker, Varda o Farocki en el ámbito del arte, el de Guerin fue un proyecto explícitamente pensado por un cineasta, desde su planteamiento conceptual (detectar y exponer los puntos de contacto entre pintura y cine) hasta su realización concreta, ligada al fenómeno y dispositivo cinematográfico, que tiene su historia, su pre-historia, y también su muerte anunciada y repetida y siempre postergada, de la misma forma que Plinio anunciaba ya en el siglo I, sin demasiado acierto, la inminente desaparición de la pintura («Hasta aquí lo referente a la dignidad de un arte que está muriendo»).
La tercera de las cartas, en diálogo explícito con la propuesta de La dama de Corinto, es una de las cartas que Guerin envió a Jonas Mekas dentro del proyecto Correspondencia(s), una iniciativa del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). En ella, y de la misma manera que la pintura fijaba el recuerdo de aquel que debía partir de forma inminente a morir en una guerra, el cineasta fija el recuerdo de una joven crítica de cine eslovena, Nika Bohinc, a quien conoció y grabó en un festival portugués y de quien conocería su asesinato poco después, en Manila. El cine, como la pintura y la fotografía, sirve para el duelo y propicia una suerte de inmortalidad a través de la fijación de los rasgos de la persona en un momento dado; una operación que puede parecer cotidiana y banal, pero que entronca con las aspiraciones más íntimas del ser humano, las que intentan lo imposible, huir de la tragedia de la temporalidad.
La última de las piezas, que ha tenido su estreno nacional en el Festival Punto de Vista de este año, es el mediometraje Le Saphir de Saint-Louis, sobre la catedral de La Rochelle. Documental de encargo reapropiado hasta dejar perplejos e inquietos a quienes lo encargaron, según confesaba el cineasta en su estreno, el film se vuelve pronto película de piratas e investigación de detective, donde, mirando con lupa (literalmente) un detalle mínimo dentro de un cuadro en un rincón de la catedral, la pintura se hace puerta a la Historia, y los mismos cimientos de la ciudad se tambalean al obligar a sus habitantes a mirarse al espejo, a recordar el comercio triangular de barcos de esclavos, y a repensarlo en conflicto con la tranquila estampa actual de paseantes y bicicletas que rodean este edificio y su campanario, máquinas del tiempo y de la memoria.
Guerin se inscribe así en una línea de investigación de cineastas frente a la pintura, y en concreto de cineastas que miran la pintura en primera persona, proyectando sobre ella su sombra o reflejo (también literalmente). Guerin lee la pintura y su historia real y mítica posicionándose frente a ella como cineasta autor, sumándose a los esfuerzos de algunas de las obras claves de André Delvaux, Jack Hazan, Peter Greenaway o el último Luciano Emmer. Su utilización de la cámara en La dama de Corinto me recuerda a la mirada de Eric Pauwels en Voyage iconographique: Le martyre de Saint Sébastien (1989), donde el cineasta belga viajaba por Europa en busca de la iconografía de este santo y su martirio, leídos en primera persona, conectados a su infancia, con una enunciación explícita y una cámara en mano muy móvil, que le permitía acercarse como nunca antes a la piel torturada del protagonista de las obras. Le Saphir conecta por momentos con las dramatizaciones de la pintura en los primeros films de Luciano Emmer, o con las investigaciones detectivescas de Alain Jaubert en su decisiva serie Palettes, centradas en cada capítulo en una sola obra para intentar averiguar lo máximo posible sobre su historia material, hasta llegar poco a poco a sus implicaciones históricas y estéticas. José Luis Guerin aporta a todos ellos algo decisivo: él mira la pintura desde su propia filmografía. Y un cineasta que se ha enfrentado a la creación de las imágenes de Tren de sombras (1997), Los motivos de Berta (1983) o Innisfree (1990), sin duda está extraordinariamente posicionado para intuir la presencia de lo cinematográfico en lo pictórico. De Zeuxis a Rembrandt, de las salinas a la caña de azúcar, de Corinto a Lisboa: éstos son los recorridos del viaje que proponemos en esta sesión.
–7 de junio de 2016
Guillermo G. Peydró