Sobre Horta de Pilar Palomero, Yo no soy de aquí de Maite Alberdi y Giedre Zickyte y Kafeneio de Núria Giménez Lorang, por Ager Mendieta.
Filmar la ausencia es una labor artesanal. Una forma de reconstruir la realidad, el presente, a través de una imagen propia y libre. La férrea identidad que gobierna el alma de la protagonista de Yo no soy de aquí (Maite Alberdi, Giedre Zickyte, 2016) entronca con la quietud del hombre y la crónica de un país como Grecia, sumido totalmente por la tradición que recrea Núria Giménez Lorang en Kafeneio (2016). Estos seres humanos, que se agarran a la silla para poder reflexionar y recordar, convergen en el final de una vida que capta Pilar Palomero en Horta (2018). Todas dejamos una huella, huella que es única y que se traslada a una memoria colectiva. La mirada de estas directoras deja un espacio para que el espectador se introduzca en el debate sobre la vejez; hallarse bajo el manto silencioso de estas personas y entender el cine como un mecanismo que cartografía la vida (y la muerte).
Raíces y juventud
Josebe, la protagonista de Yo no soy de aquí, mantiene en su propia realidad que todavía vive en el pueblo donde creció, en Rentería, País Vasco. La realidad con la que es observada, retratada, es con la dureza de convivir con una enfermedad que te provoca el olvido, y asimismo, el retorno a las raíces. La cámara se ancla en el suelo conformando una puesta en escena cotidiana, otorgar de alguna manera libertad a Josebe para mostrar cómo vive, cómo se relaciona con su comunidad en la residencia de ancianos, cómo ve su propio mundo alejada de una identidad que le dan ganas de luchar por la vida. Los hombres protagonistas de Kafeneio charlan entre ellos sobre qué están haciendo y por qué una cámara capta su día a día tan corriente. El paso del tiempo cabalga entre las imágenes y las pequeñas conversaciones de los clientes de un bar que se encuentra en un barrio obrero, un barrio que un día fue y que ya no es, un barrio que refugia a frágiles y condenados de la sociedad. El perfecto asilo para fantasmas del pasado que se reúnen en una especie de ritual arraigado en masa entre los hombres blancos de clase media baja de Grecia.
Horta, el pueblo que da título al trabajo de Palomero, no es un asilo y tampoco la sensación de una protección milenaria, pero sí la esencia que reverberan los otros dos cortometrajes, la soledad. Palomero registra con su propia cámara la puridad de un pueblo, cómo se devela en vida la muerte. En tres tiempos divide la directora su cortometraje, un pasado, en un blanco y negro digital donde se muestran parajes del pueblo vacíos, con un espacio en el encuadre muy pronunciado que en ello deposita la ausencia. Y un presente en color donde, tras una elipsis de unos años vuelve a ver las mismas imágenes, pero con un sentido diferente, por ellas la experiencia, la reflexión y la propia mirada de Palomero descubren una especie de responsabilidad sobre la memoria, la tradición centenaria de su familia.
Mi barrio, el de toda la vida
Contar una historia personal se traslada al cine de forma orgánica. El medio de expresión permite la conjunción de emociones, recuerdos, experiencias,… Las imágenes conforman un debate sobre la identidad humana y resignifican el sentido del dispositivo cinematográfico. Algunas de las directoras que están este año nominadas al Goya vertieron en sus primeros cortometrajes su orgullo por rodar historias que les rodean, la cotidianeidad del gesto, como el de los hombres jugando a cartas con su cigarro consumido, o el de Josebe harta de no comprender dónde está pero al mismo tiempo recuerda las primeras palabras que pronunció al nacer y un primer ordenador que llegó a la casa de Horta debajo de álbumes de fotos de bodas de la familias. Las miradas no se apropian de los espacios, optan por enlazarse con el relato, navegando entre géneros cinematográficos para llegar a comprender y reflexionar sobre la realidad de nuestros mayores. Los detalles de una realidad que nos ata hacia ellos.