Sobre la película Os naufragados de Jorge Peña en el Ciclo DOCMA de diciembre 2025, por Sandra Ruesga
A medio camino entre el ensayo cinematográfico y documental observacional, el último largometraje del malagueño Jorge Peña es una invitación íntima a caminar sobre un territorio ajeno como si fuera propio.
Peña llega a la playa de Naufragados sin pretensiones cinematográficas, dice. Y quizá por eso la película respira la rara cualidad de las obras que nacen de ese gesto involuntario pero intuitivo, de una búsqueda personal que trasciende y cobra sentido. El cineasta se declara al llegar a Playa Naufragados “perdido en un mundo nuevo”, un mundo que el espectador descubre a través de sus ojos y sensaciones, y de cuya paulatina desaparición nos hace igualmente testigos directos.
Rodada a lo largo de varios años, la película se divide en cuatro partes que estructuran el relato no solo de forma cronológica, sino remarcando los cambios acontecidos en cada etapa en las que el autor regresa a esta pequeña comunidad de pescadores, que habita un paraje tan hermoso como amenazado.
Desde la mirada prístina de los ”apuntes preliminares”, en la que Peña se impregna de lugares y lugareños, hasta la última parte en que se declara un “eterno visitante”, el director deja que su mirada se transforme al ritmo de aquello que acontece ante él. Y nosotros, frente a sus imágenes, también cambiamos. Entramos sin darnos cuenta en la vida de una comunidad que termina por acogernos, igual que acogió al cineasta.
La dimensión poética del filme no es un artificio, sino la consecuencia natural de una forma de mirar. La imagen, siempre respetuosa, siempre atenta, parece escuchar. Recoge la espiritualidad del paisaje, ese mar que custodia los restos de galeones españoles y portugueses. Aprecia esas montañas que guardan secretos supersticiosos pero también la rudeza de la vida diaria.
Os Naufragados es también una reflexión sobre la historia y el presente: sobre el peso de la colonización y su eco contemporáneo en forma de políticas neoliberales que amenazan, esta vez, con convertir un territorio vivo en un enclave turístico de lujo. A pequeña escala, la comunidad de la playa Naufragados experimenta el mismo proceso de expulsión silenciosa que tantos otros lugares del mundo: un tipo de postcolonialismo que no llega con banderas, sino con leyes, decretos y promesas de preservación ambiental que ocultan intereses económicos.
En este sentido, la película también se reajusta a medida que avanza el metraje, desde el cine ensayo más personal hacia una propuesta más activista y testimonial de la injusticia que están sufriendo aquellos a los que lleva años acompañando. El director observa y escucha, fortaleciendo el vínculo con quienes le abren las puertas de sus casas y de sus miedos. El resultado es un retrato coral que nunca los exotiza: hombres y mujeres que trabajan la tierra y el mar, que viven en un tiempo distinto, que saben que sus casas pueden desaparecer en cualquier momento. Náufragos de un modo de vida que resiste, como dice uno de ellos, y que solo pide no querer nada más, y nada menos, que seguir existiendo en su propio lugar.
La búsqueda del cineasta de su propia identidad, de su lugar en el mundo (y en la película) constituye otro importante hilo emocional, explícitamente reflejado en los paralelismos que dibuja entre la playa de Naufragados y el barrio malagueño de su infancia. Ese puente sentimental recorre todo el metraje, sutilmente, como una constante resonancia geográfica y afectiva en la que Peña parece encontrar un motivo profundo para filmar y conservar una forma de vida antes de que desaparezca.
Cuando la película llega a su cierre, sentimos que hemos asistido a un proceso vital y cinematográfico simultáneo: una búsqueda personal que se convierte en un acto político, aunque nunca grandilocuente; una elegía por un mundo que se resiste a desaparecer y, a la vez, un testimonio sobre la fragilidad de lo que está constantemente a punto de ser demolido material y simbólicamente.
Con la colaboración de:
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