Sobre Las Letras de Pablo Chavarría Gutiérrez
El 12 de junio del año 2000, siete policías mexicanos fueron asesinados en los Altos de Chiapas. La investigación policial posterior decidió que el responsable era Alberto Patishtán, profesor y activista contra la corrupción del presidente municipal, a pesar de que Patishtán había presentado pruebas de estar dando clases en el mismo momento en que ocurrió la emboscada. Dos años después, el profesor fue condenado a sesenta años de cárcel en un proceso cargado de irregularidades.
Desde este punto de partida, Pablo Chavarría organiza –con la complicidad de Diego Amando Moreno detrás de la cámara– una exploración sensorial del interior de este relato, de este acontecimiento entendido como síntoma. La cámara se arrastra como un animal por la geografía de Chiapas, por sus bosques y rostros, sin interrogar, dramatizar o casi informar sobre el acontecimiento concreto. Sólo una especie de rabia muda y latente ante la corrupción y la atrocidad, en un país que acaba de secuestrar y desaparecer a cuarenta y tres estudiantes.
La cámara sigue flotando por paisajes y rostros, por cuerpos infantiles que caminan distraídos, por cuerpos adultos que resbalan y dicen sin palabras lo que piensa el autor. Un dispositivo de textos nos permite acceder al interior de la cabeza del profesor: leemos las cartas que escribía a su hija desde prisión mientras organiza una huelga de hambre, su último recurso. Le dice «mi querida hija, quiero agradecerte por tu valentía». Le dice «no te canses, sigue aconsejando a tu hermanito». Le dice «hoy sólo quiero decirte que sigas adelante con tu estudio y tu trabajo» y «gracias por aceptar mis pocos consejos».
La cámara sigue flotando. Movimiento perpetuo de la imagen frente a la completa inmovilidad del encierro en prisión. Ambos, director y cámara, intentan de nuevo acotar una forma cinematográfica que ya probaron en una película anterior, Exergo (2015), que dirigió Diego Amando y donde Pablo se ocupó del sonido. Allí, todo estaba organizado también a partir de un suceso salvaje, pero contado igualmente desde la abstracción. Un cine de cuerpos y silencios, donde la palabra se pronuncia con las manos y los torsos, y los brazos organizan gestos rituales que de algún modo contienen lo esencial del peso del acontecimiento. Allí, los personajes ejecutaban gestos misteriosos: derramaban agua en cuencos, se detenían bajo un paraguas sin lluvia al fondo de un muro, y una niña tocaba una campana en un pasillo. Aquí, cuatro niños ascienden unas escaleras hasta lo alto de la montaña para agacharse silenciosos frente a una imagen rotunda, un cráneo enterrado, un cráneo al que interrogar en busca de alguna luz que permita reiniciarlo todo, reajustarlo todo a una nueva escala humana, desde el centro de un bosque de Chiapas.
Guillermo G. Peydró
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