EL TIEMPO EN SUS MANOS
Sobre las películas The end of Time y Cábala Caníbal.
Entre otras muchas cosas, el cine podría considerarse algo así como una cápsula medicinal de tiempo. La voluntad de poner en orden –o simplemente desordenar con arte- un principio y un final entre los que cabe todo el universo. El límite es la duración, exactamente igual que en nuestras vidas. Y el quid de la cuestión, saber qué manos moldean ese tiempo. O casi mejor, quién se deja moldear por ese tiempo a través de unas imágenes que le configuran y le conducen hacia el abandono definitivo como parte (y juez) de su propia obra.
Tanto en The end of Time (2012) como en Cábala Caníbal (2014) se realizan viajes físicos y sensoriales delimitados por el ansia de conocimiento. Trayectos donde la sabiduría de los heterodoxos destella por entre las voces y los intersticios de unas imágenes que dialogan entre si con diferentes metodologías, pero con la fuerza unificadora de quien sabe alimentar las raíces de su cultura con los nutrientes de tantas otras.
En The end of Time, Peter Mettler recupera la vía polifónica de Gambling, Gods and LSD (2002) para internarse desde muy diversos ámbitos y perspectivas en la escurridiza noción de tiempo. En un nuevo discurrir por el mundo, Mettler se carga con una ligera batería de preguntas irresolubles que plantea ante lugares y gentes de toda condición, que se configuran y redefinen mutuamente en un fluir de fructíferas interrelaciones.
Del futuro, en presente, de la ciencia del acelerador de partículas en Suiza, hasta la ingenua sabiduría final de su propia madre, hay un recorrido vital y filosófico que nos transporta a través de las ruinas del “fordismo” (auto)decapitado en Detroit, el éxtasis inducido de la música tecno en Zurich, o la sombra del árbol de la sabiduría en Bodh Gaya donde el Príncipe Siddharta Gautama, Buda, alcanzó la liberación y detuvo finalmente el tiempo, al menos como concepto dentro de su cabeza.
Como es norma y proceso habitual en sus películas-río –Eastern Avenue (1985), Picture of Light (1994) o Gambling, Gods and LSD-, las imágenes y sus resonancias mutuas, el riquísimo diseño sonoro y la interacción con el otro, diseñan la construcción teórica y vivencial de una película en constante movimiento. The end of Time es un diario fílmico que engloba la reflexión del ensayo, la entrevista, el trance o la abstracción geométrica en un compendio indefinible y apasionado donde, una vez más, Mettler trata de encontrar respuestas a preguntas que aún no conoce, tal y como él mismo confesaba años atrás en Picture of Light.
Retoma también aquí otra de sus obsesiones: la dicotomía entre tecnología y naturaleza. Ese difícil equilibrio entre la evolución de la ciencia y una forma de vida ecológica y sostenible que nos permita existir en comunión con lo que realmente somos: parte consustancial de un sistema que nos engloba y trata de defenderse y defendernos de nosotros mismos. El progreso desmedido de Petrópolis (2009) frente a la tradición reinterpretada de Balifilm (1996), donde la modernidad hace acto de presencia a través de ese encuentro de miradas entre una mujer balinesa y uno de los turistas que graba mecánicamente en su videocámara en un afán por registrarlo y detenerlo todo en un limbo artificial que nos fosiliza en vida.
Cuestión esta que viene planteándose Peter Mettler a lo largo de toda su carrera: ¿cómo representar la realidad sin devaluarla? Él describe mejor este escepticismo profesional a raíz de su experiencia en Picture of Light: “Posiblemente, el hecho de ver la aurora boreal con su fuerza y dimensión impresionantes en el desierto ártico fue lo que me hizo pensar acerca de si capturar estas maravillosas imágenes –sólo para poder verlas en pantalla o en el cajón de la tele- era desacertado o no. Un posible público percibió el “fenómeno cinematográfico” de la aurora boreal y lo confundió con el “fenómeno natural”, precisamente ahí donde la experiencia era fundamentalmente otra”.
Allí esas luces inaprensibles y fantasmales; aquí, en The end of Time, el origen de un tiempo que tal vez tampoco exista. La línea divisoria, definible, del tiempo es el presente: trocea el ahora, real y tangible, entre dos conceptos vacíos y dolorosos: el futuro y el pasado.
“Al principio no había nombres.
Las cosas no tienen nombres.
Nosotros los inventamos”.
Peter Mettler en The end of Time.
A falta de una demostración fiable de las cosas, el ser humano lo inventa casi todo. Así, el cine de Peter Mettler es una deslumbrante constatación de esa creatividad medicinal que aplicamos a diario en nuestras vidas, y que él reinventa, vivificándola, en cada una de sus películas.
Sin embargo, en Cábala Caníbal (2014), y según la tradición mística judía, Dios crea el mundo al combinar las letras del alefato, el alfabeto hebreo. La palabra ya existía, y la totalidad de las posibilidades manifestadas no es más que el propio nombre de Dios. Nombrar o ser nombrado. Daniel V. Villamediana opta por ambas en una película repleta de asociaciones matéricas, líricas, deslumbrantes y, al mismo tiempo, crípticas y oscuras.
La exploración, más allá de la simple curiosidad, como método y guía hacia un camino transitado por heterodoxos y buscadores del saber. La conciencia y revelación de uno mismo a través de los ecos y las huellas que permanecen aún visibles en la memoria común. “La memoria de España sigue estando oculta bajo ella”, nos cuenta el propio Villamediana. ¿Estamos abocados a lo que somos por herencia, o existe la escapatoria de convertirnos en aquello por lo que sentimos una especial inclinación? Las raíces, ¿existen o nos las creamos? En el camino al reverso hacia el origen se busca una imagen prístina antes del símbolo. La luz de inicio antes de toda palabra. Y esa visión llega por medio de una estancia con su amigo y poeta Minke Wang, “personaje” bisagra que encarna y representa la deriva oriental, la de la plenitud del vacío y el Wu wei taoísta. Aquí es su consultor espiritual, aquel que le reconduce sin palabras hacia la imagen matricial, telúrica, al Axis mundi de su infancia.
Ya nos habíamos encontrado con Minke en El Evangelio (2009), donde pudimos comprobar sus dudas de identidad y sus indecisiones existenciales. Un paso más allá, le vimos en La vida sublime (2010), evolucionado y enfrentado de nuevo a la otra figura representativa en el cine de Villamediana: su primo Víctor J. Vázquez, guionista con él y, me atrevería a decir, contraparte espiritual, dionisíaca, shivaita, de Minke (y también del propio Villamediana). “Las raíces no existen”, nos dice Minke (¿o Villamediana?), justo antes de que Víctor (¿o Villamediana?) se embarque en un periplo en busca de las huellas imaginarias de su abuelo común por tierras andaluzas. Y ya por último, lo veremos en el inédito Flor no-nada (2011), alejado del mundo, trasformado en poeta de la fugacidad y lo espontáneo, identificado con su descomposición genealógica y su confluencia con el vacío. (Como veis, desde estas páginas se aconseja y se incita un visionado cronológico y atento a la filmografía de Villamediana).
Este trayecto por vidas ajenas parece servir a Villamediana para conducirse a través de sus propias (in)certidumbres. Camino que le lleva a ese continuo deambular por los pliegues de una memoria que salta de lo íntimo a lo colectivo, de lo privado a lo histórico, con una febril naturalidad y una conciencia clara de lo difuso de unas fronteras que nos separan, artificialmente, de hombre a hombre, y de generación a generación.
Ya en Cábala Caníbal nos ofrece el misterio a través de la 1ª persona. Aquí es él, en su multiplicidad de enigmas, el que nos guía por la piel de toro español. Local y universal a un tiempo, vive la gracia y la desgracia de ser hispano, de tener que soportar nuestra historia y llevarla a cuestas a modo de un Sísifo de carácter demente, creador de monstruos y arcanos, de sentimientos trágicos, de Quijotes y Sancho Panzas que, por cierto, contienen dentro, en sus contradicciones y en su aparente polaridad, ese particular misticismo de oscuro acento español.
El toro, símbolo con el abre y cierra (por ahora) su filmografía, es tan real y está tan oculto como cada una de las personalidades, las máscaras o las sombras chinas con las que deambula ansiosa y pulcramente por ese laberinto de imágenes que le acosan y le delimitan. A través de un prisma que lo transforma todo en evanescencia y reflejo múltiple de si mismo, Villamediana se completa y vacía un poco más en cada nueva película.
David Varela