Hay un poso latente y fructífero en la forma de hacer cine de Ignacio Agüero que viene marcado por su formación también como arquitecto. La mirada hacia el espacio común, sus transformaciones y como estas nos definen, nos marcan y nos acorralan, son algunas de las señas de identidad de películas como 100 niños esperando el tren (1989), Aquí se construye (2000) y El otro día (2012).

Ignacio Agüero no edifica hacia arriba, con bases argumentales sólidas y bien definidas, con personajes que guían férreamente el discurrir de la película, o con unas ideas preestablecidas de guion que hubiera que mantener intactas durante el rodaje o el montaje definitivo. Él filma en extensión horizontal, abriendo campos y tramas constantes a su alrededor a medida que estas suceden ante su cámara, permitiendo así que lo fortuito, la vida gruesa y verídica, la vida oral, posibilite “el ingreso de lo no previsto” en el cine, según sus propias palabras.

En Aquí se construye, unos movimientos de cámara atípicos para el cine documental (travellings que acechan tras verjas y grúas que escalan por los muros de piedra como gatos) fusionan la naturalidad paradójica de dos mundos enfrentados y en constante colisión: el avance inapelable de la “civilización” urbanística en un barrio residencial de Santiago de Chile, frente a la batalla perdida del último reducto civilizado, personificado en el profesor de biología que habita en una de las últimas casas y que ve como el hormigón y el ladrillo le entierran casi literalmente en vida.

Paralelismo que se da también entre las diferentes zonas residenciales de la Ciudad de Chile, con ese obrero que llega a su casa de trabajar de noche y sale de noche a trabajar, y que podría ser perfectamente uno más de los personajes que pueblan el azar y las líneas de fuga de El otro día, película reflejo y consecución lógica de la filmografía de Ignacio Agüero. Este obrero es alguien que trabaja y construye las casas que nunca podrá habitar, trabajo por el que aún deberá dar gracias a una sociedad que diseña las ciudades y las vidas de sus ciudadanos como si de un gran juego especulativo se tratara.

Al tiempo, el hijo pequeño del protagonista disfruta de sus últimos juegos y aventuras en solitario en un paisaje ya acorralado por el desarrollismo, trasunto cercenado de la niñez de su padre, que ahora explica a sus alumnos de la universidad el proceso de adaptación y supervivencia de las especies en un entorno en mutación, mientras vemos ese mismo entorno dónde él vive siendo destruido y metamorfoseándose en un lugar del que no podrá salir indemne. Son las especies recién llegadas las que más probabilidades tendrán de sobrevivir, ya que están más acostumbradas al cambio. Él, acostumbrado y debilitado (o mejor, debilitado por la costumbre) no morirá, aunque, al igual que las aves que han salido huyendo de los jardines devastados que luchan por hacerse un hueco en esos otros árboles que aún se mantienen en pilé, el profesor tendrá que emigrar y luchar por otro lugar en el mundo. Lugar donde ya no podrá recordar su niñez con el simple hecho de asomarse a la ventana de su casa.

Las especies se observan y se miden desde la distancia y la incomprensión mutua es esos planos finales donde el protagonista y un vecino del flamante edificio se miran uno al otro como si fueran invasores de un territorio que no saben muy bien a quién de los dos pertenece. Y aquí podría producirse un nuevo punto de fuga si Ignacio Agüero hubiera decidido entrar en ese apartamento y en la nueva vida de quien lo habita. Es una idea fugaz tan solo. Como tantas otras que pueblan las historias que surgen y habitan las películas del chileno. Tramas aparentemente disconexas que se relacionan entre si con la naturalidad que otorgan la intuición y el descubrimiento casual del otro.

En un e-mail reciente, Ignacio Agüero me decía que encontró a Guillermo Mann, el protagonista de Aquí se construye, “porque andaba buscándolo, aunque el encuentro finalmente fue fortuito”. Esta manera de trabajar, deambulando, vagabundeando, caminando despacio, fuera y a otro ritmo diferente al del sistema, buscando sin saber a quién, se lleva hasta el paroxismo en El otro día, donde ese alguien desconocido tendrá la deferencia de llamar a la puerta de su propia casa y permitir que Ignacio Agüero, director de cine, vaya posteriormente a sus barrios para retratarles en la intimidad de sus vidas. Todo esto quedará representado magistralmente en esa tela de araña que forman los hilos que unen las vidas de los habitantes de Santiago de Chile en el mapa que va completando a lo largo de la película.

Historias del extrarradio que de alguna forma unifican buena parte de su filmografía (lugares alejados de la gran urbe que estarán también en 100 niños esperando el tren (1989), retrato de un país a través de los ojos sinceros, descarnados y tiernos de unos niños que aprender a hacer y a ver cine casi por primera vez). Y por otro lado, ese lugar doméstico, teóricamente inviolable, el reducto privado que se nos muestra en El otro día: las fotos transformándose en historias gracias a la luz del sol que entra a través de la ventana, los cambios mínimos y sencillos de la cotidianidad, un timbre que suena, su hermano que entra, se sienta, coge un libro y lee mientras Ignacio Agüero nos cuenta como fue torturado por el mismo ejército de la marina que tanto respetaba su padre cuando ellos eran niños aún. Este apunte trágico entronca delicadamente con otras películas de Agüero que han tratado el tema de la dictadura chilena de una manera más frontal, como son No olvidar (1982) y El diario de Agustín (2008), esta última recientemente en boca de muchos por el secuestro que ha sufrido por parte de la Televisión Nacional de Chile (TVN), al comprar los derechos de emisión de la película para simplemente guardarla en un cajón y no emitirla, curioso sistema de corroborar, con el ejemplo, la tesis de la propia película: la complicidad y corresponsabilidad de los medios de comunicación (concretamente el influyente diario El Mercurio) con la violación de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet.

Aparentemente las películas de Ignacio Agüero viven en su propia independencia, fruto probable de una necesidad que surgió de él para buscar después en el mundo que le rodea. Pero en realidad todas tienen algo de todas, alimentándose y polinizándose entre ellas de forma sutil y, tal vez, involuntaria. Sus películas se enriquecen al descubrir su filmografía al completo, y cada una de ellas nos descubre o reafirma nuevas obsesiones y maneras de contar que sólo estaban latentes en sus primeras obras. Tal vez se podría trazar a través de todas ellas una red similar a la que él diseña pacientemente con sus personajes en El otro día. Una trama de tramas urdida desde la constancia y la voluntad de participar y hacer partícipes a los demás del mundo invariablemente inseguro en el que vivimos. Una malla de historias que acabe por formar el rostro de una ciudad que explora como un vagabundo en busca de lo humano.

David Varela

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