La trayectoria de Nayra Sanz Fuentes como cineasta comienza en 2009. Desde entonces, tres cortometrajes – «Anniversary», «Encounter» y «Things in Common» – más un largo, «Tan antiguo como el mundo», que fue presentado en el ciclo DOCMA-Cineteca en marzo del pasado año. Hasta ahora, Nayra ha oscilado entre el documental y la ficción, demostrando que los problemas que el cine está en condiciones de plantear pueden construirse utilizando un medio u otro, indistintamente. A continuación analizamos «Un día cualquiera», su último cortometraje, el cual se podrá ver en la 44ª edición de ALCINE, el Festival de Cine de Alcalá de Henares, que comienza el próximo 7 de noviembre.
¿Qué ocurre durante un día cualquiera? Se podría dar una primera respuesta, fácil: nada digno de recordar. Y no porque lo que ocurra sea trivial, insignificante; el motivo de fondo es que durante un día cualquiera ocurre lo de cualquier día. Como consecuencia, uno tiene la impresión de que las rutinas se igualan hasta formar una especie de opaca superficie sin relieve alguno. Por eso los ejercicios retrospectivos no logran hacer distinciones significativas y a veces creemos, por poner un ejemplo, que lo que sucedió durante la cena del jueves tuvo lugar el martes o la semana pasada o cualquier otra noche. El caso es que, de hecho, no hay nada malo en que esto ocurra así: los bajos niveles de estrés que se derivan de esta falta de relieve son consustanciales a la organización de la cotidianeidad tal cual la conocemos. Funcionamos; y nos va bien.
En la vida de Ana, la protagonista de Un día cualquiera, el último cortometraje de Nayra Sanz, las cosas no suceden de otro modo. Sólo que, tal y como Nayra lo plantea, ese día a día que adjetivamos como intrascendente por rutinario se revela cargado de patologías, miedos, vulnerabilidades e incomunicación; o mejor dicho: como un día a día en el que son precisamente esas patologías y vulnerabilidades las que orientan y dan forma a nuestros hábitos y nuestras rutinas. Una superficie opaca, sin relieve, pero saturada de grietas –dolorosas– que no percibimos o no queremos o somos capaces de percibir. Considero que en eso consiste uno de los mayores aciertos de Nayra: presentar, a través de la propia estructura del cortometraje, que en un día cualquiera conviven ambas dimensiones; y que a veces el gesto más repetido y en apariencia más trivial puede ser también expresión de una vida tremendamente dañada. A ello se debe, precisamente, que a partir del minuto diecisiete uno tenga la impresión de comenzar a ver un “segundo” documental (el inicio es el mismo, por cierto: Ana despertándose) y de comenzar a hacerlo –esto es lo decisivo– privado de la posibilidad de volver a ver la primera parte con la misma inocencia de antes. En este sentido, Un día cualquiera demuestra un manejo excelente de los pesos y de su reparto. Por un lado, la liviana intrascendencia de lo rutinario. Desde el minuto doce, la gravosa pesadez de una vulnerabilidad que desborda cualquier ilusión de dominio. Nuestro análisis parte de que esta idea compositiva que articula dos partes diferenciadas, como si se tratara del revés y el envés de una misma historia, resulta fundamental para comprender la propuesta estética de Un día cualquiera.
¿Pero qué ha sucedido entre ese minuto doce y el diecisiete? No sería muy adecuado responder a esta pregunta con una descripción, sobre todo si pensamos en las personas que no han visto aún el cortometraje. Aquellas que sí lo han hecho saben de lo importante de esta secuencia. La ansiedad que delatan los gestos, la compulsión, que Ana parezca no dejar casi margen a su propia respiración. Más allá de que resulte o no desagradable, o de que alguien se sienta herido ante un ejercicio tal de realismo, considero que las variables que conforman esta parte de la historia –el punto de inflexión que lo remueve todo– resultan absolutamente necesarias según la propia especificidad compositiva del cortometraje. En cuanto a su duración (recordemos, puesto que aquí la proporcionalidad sí importa, que Un día cualquiera dura cerca de treinta) o en cuanto a su contenido, que no interpreto como una provocación caprichosa, sino como una exigencia que procede del mismo material que se pretende analizar. Lo que no es rigor analítico es escamoteo. Una escena más suave privaría al trabajo de Nayra de “exactitud”, esa cualidad que nada tiene que ver con la literalidad, y que según Le Clézio era distintiva de la obra de arte. Esto en primer lugar. Pero también impediría, por otra parte, que reconociéramos la diferencia que existe entre un día cualquiera intrascendente y otro expuesto a la erosión, la fragilidad y el daño. A mi parecer, el grado de tensión que alcanza esta escena, en la que Ana se encuentra dominada de lleno por la enfermedad, establece la unidad de medida de lo que sucede a lo largo de ese día cualquiera; algo así como el filtro a través del cual todo aquello que observamos –sus hábitos o el comportamiento de los que la rodean, cada palabra y cada gesto, hasta lo más mínimo y aparentemente accesorio– logra adquirir una densidad y una gravedad propias.
A continuación, Ana sale de compras con su madre y luego de cena con Pedro, su pareja, y otros amigos. Pero nuestras expectativas, como decíamos, se han reordenado por completo. Las respuestas de Ana a los comentarios y comportamientos de todos ellos –ahora lo sabemos– son ya las de un cuerpo cuyo gradiente de vulnerabilidad ha excluido radicalmente que éste pueda funcionar dentro de la zona de normalidad que han establecido quienes están a su alrededor. No es capaz de hacerle frente ni siquiera a una simple broma, por no citar los juicios acerca de su imagen o el hecho de encontrarse en el centro de la rivalidad que existe entre Pedro y su madre. Y es cierto que Ana padece una enfermedad, pero no lo es menos que, para bien o para mal, no todo el mundo posee la misma capacidad de contención del estrés y la inestabilidad. De ahí que lo que uno puede experimentar como un obstáculo difícil o incluso imposible de salvar, para otro sea como quien oye llover. En cualquier caso, esta “segunda” parte ha puesto en el centro de la escena la específica vulnerabilidad de Ana: cabe preguntarse entonces qué significa, a este respecto, eso de hacerse cargo.
Pero revisemos ahora qué ha sucedido durante la primera parte de este día cualquiera que antes hemos observado con ojos tan inocentes. El desayuno de Ana a base a agua y limón; sus ojeras, los continuos chicles; las marcas en los nudillos que descubrimos cuando se sienta frente al ordenador. El interés por retrasar la fecha de entrega de su trabajo; las recriminaciones de su padre por teléfono; los comentarios que le dirige Pedro. Ya nada resulta ser lo que parecía: esa liviana cotidianeidad que transcurre sin causar mayor irritación. Como se ha señalado, aquí radica una de las conquistas compositivas del cortometraje de Nayra: obligarnos a incluir, retrospectivamente, cada elemento en la trama que trenza la enfermedad de Ana; a pesar los mismos detalles en una balanza distinta, desde la cual resulta imposible repetir la misma mirada inocente. Y por tanto también a multiplicar las preguntas acerca de su invisibilidad. ¿Por qué nadie se percata de lo que sucede; es solamente que Ana disimula y muy bien? ¿Podría Pedro actuar de forma distinta: sus comentarios son los que haría cualquiera de nosotros o, por el contrario, cabe interpretarlos como la típica reacción de quien prefiere no enfrentarse a la realidad que lo circunda? ¿No es esa negación la que describe, sin embargo, la posición de la madre? ¿Y el resto de amigos? En este sentido, considero que Un día cualquiera construye la invisibilidad de la enfermedad de Ana con mucha inteligencia, puesto que no se trata solamente de que ella la oculte con más o menos maestría. Aquí las complicidades juegan un papel decisivo. La invisibilidad es el efecto final de un conjunto de miradas que, sea por la razón que sea, colaboran con Ana y así mantienen el problema al margen, aislado. La vulnerabilidad tampoco escapa al efecto de paralaje, es cierto, pero no todas las miradas expresan el mismo compromiso hacia el desafío que ella nos plantea. Así pues, ninguna mirada, ningún comportamiento –ni el de Pedro ni el de la madre ni el de los amigos ni el del padre– queda a salvo de la duda sobre su posible connivencia con la invisibilidad sobre la que se organiza la enfermedad de Ana.
Y aquí tal vez podríamos apuntar una posible interpretación de cuál es la dimensión política del cortometraje de Nayra. Si su estrategia consiste en modular nuestra atención aprovechándose de nuestra inocencia, como demuestra la omisión que articula toda la primera parte, y privándonos luego de ella para modificar por completo nuestra percepción de lo que ocurre, una cierta lectura política podría tomar esta peculiar distribución de posiciones con la que se nos interpela y confrontarla con aquella que se da, en términos efectivos, dentro del paisaje social en el que nos movemos día a día. Sencillamente: ¿Qué prácticas y hábitos siguen fomentando nuestra inocencia a este respecto; en función de qué relaciones se consolida la invisibilidad de una enfermedad como la de Ana? ¿Dónde se articulan nuestras complicidades? Ese es el campo de batalla de Un día cualquiera. Que contribuya o no a la visibilización de un problema, a mi juicio no es realmente lo decisivo. Para situar una cuestión en primera línea mediática no hacen falta obras con aspiraciones artísticas. Es más bien la polémica que puedan generar acerca de los criterios y esquemas que articulan y sostienen una cierta forma de comprendernos lo que importa. Atacar nuestras certezas, simple y llanamente, a través de un análisis riguroso de los modos en que se ordena nuestra realidad, o una parte de ella. El cortometraje de Nayra cumple este requisito, pues resulta evidente, o espero que después de estas notas lo sea, que se trata de una declaración de enemistad radical a lo que, dando por liviano lo dañado, reproduce diariamente la compatibilidad entre invisibilidad, vulnerabilidad e inocencia.
Antonio Hidalgo
Trackbacks/Pingbacks