Sobre El último arquero de Dácil Manrique de Lara, por Ager Mendieta.

¿Qué diferencia hay entre la vida y el arte? El artista canario Alberto Manrique no tiene dudas, ninguna. El último arquero es el relato de un viaje de vuelta, de un retorno a las raíces en forma de autodescubrimiento por parte de Dácil Manrique de Lara, la nieta del pintor canario. La directora viaja a Canarias, su tierra hasta los 18 años, para poder conocer mejor la vida diaria de sus abuelos, su historia, sus recuerdos, su amor. Y se topa con la verdad, una realidad que alcanza con una mirada honesta; igualmente la podemos oír cuando conversa con su abuelo Alberto Manrique para documentar su historia, como la vemos en imagen, solamente en los momentos más angustiosos y viscerales con su abuela, cuando se derrumba al recordar su humilde infancia o la relación con su hija. Un relato sobre la memoria.

El documental sufre la pérdida de Alberto Manrique a mitad de rodaje y su muerte sirve como catalizador de las propias formas de la obra. Una obra que cabalga entre lo propiamente expositivo de un documental (las entrevistas, los diarios, las fotografías y las imágenes de archivo) y la experimentación, tanto en lo observacional como en la unión de las dos miradas, la del abuelo y la nieta. Esta unión se cristaliza cuando en una de las imágenes la cámara avanza mediante un travelling hacia adelante, de repente, la habitación da un vuelco y la cámara voltea; los objetos fluyen por el espacio, la gravedad domina el lugar y todo parece una obra del propio Alberto Manrique, el cine y la pintura se funden en una imagen. La mirada de Dácil Manrique de Lara se conecta con la de su abuelo y el concepto metafórico de la muerte cobra vida en este escena.

Herencia artística

El eje esencial sobre el que gira la puesta en escena de El último arquero es la capacidad de poder dialogar entre artes. Porque, ¿cuál es la diferencia entre la forma de filmar de la directora y el lirismo de las imágenes de archivo que retratan sus abuelos? La película es una historia de redención natural, de una búsqueda infundada por emociones. Mientras Yeya Millares, la abuela, toca el violín, Alberto Manrique pinta en su vejez, y al mismo tiempo juegan una partida al ajedrez. El documental enseña los rostros llenos de vida, las lágrimas y las risas, las oscuras habitaciones que esconden los cuadros de Manrique y la soledad de Millares al perder a su marido y dejar un vacío impenetrable. Todas estas situaciones y sensaciones conviven a través de ese montaje poético con el que Dácil Manrique hilvana la imagen digital con la que trabaja, como el cuidado de las cerdas del arco de un violín, como el trazo perfecto a lápiz para separar cada color en un lienzo.

La película no solo se convierte en una prueba de amor y reconexión de una nieta con su abuelo, sino también en un componente indispensable para volver al hogar, a la vida, a la infancia. Como una especie de introspección que solo se puede explicar a través de la labor artesanal del cine, del proceso de realización. La voz en off de la directora indica exactamente esto, la fragilidad al hablar de un personaje-familia, la suavidad para observar una ingente y colosal obra. La transmisión. ¿Dónde queda el arte sino en nuestra propia vida, en nuestra existencia y convivencia humana?

Ager Mendieta @agermendieta